lunes, 8 de octubre de 2012

Amor a Dios y a los hombres

Amor a Dios y a los hombres

 Recordamos ahora el mayor acontecimiento jamás sucedido en el mundo: Dios, que no es del mundo viene al mundo, se hace uno de los nuestros. Hoy recordamos con toda la solemnidad posible, que no estamos solos en esta vida, que Dios está con nosotros; que los afanes e inquietudes de los hombres no son ya algo solamente humano, porque Dios se ha hecho hombre y permanece en el mundo precisamente por esos afanes.
        Resalta enseguida ante nuestros ojos, como ante los de aquellos pastores de Belén, que el Mesías, Dios encarnado, se confía a unas manos humanas, al calor y al cuidado de unas criaturas: a su cariño, a su prudencia, a sus posibilidades... Lo vemos, Niño de verdad, con la debilidad propia de los niños, necesitado de todo como ellos, dejándose cuidar, alimentar, protejer: confiando. Dios confía en el hombre.
        Es Dios y hombre perfecto. Porque es Dios que se nos entrega, que se pone al alcance de nuestro cuidado, de nuestra protección, de nuestro amor como los demás hombres. Su indigencia de niño reclama nuestro desvelo porque es indigencia humana de Dios. Posiblemente nacieron otros niños en aquellos días en la comarca de Belén. Sólo por Jesús, sin embargo, se movilizaron los pastores hasta el Portal y los ángeles prorrumpieron en alabanzas a Dios. ¿Qué haremos tú y yo por ese Dios que se nos ha hecho tan Niño? No queramos consentir que pueda sentirse desfraudado de confiar en nosotros. Tendremos que mimarlo, querremos que sea el centro exclusivo de nuestra atención, la razón de nuestra vida. Haremos lo que sea preciso por no perderlo. Organizaremos las cosas para que cada día esté más a gusto entre nosotros, en cada uno de nosotros.
        Y si Él confía..., ¿no confiaremos tú y yo? Es buena ocasión el día de Navidad para preguntarnos, al contemplar a Jesús, quizá dormido en los brazos de su Madre, si procuramos confiar así en las personas, particularmente en los que nos quieren: en los que nos ayudan, en los que cuidan de nuestras cosas o nos prestan algún servicio. No vaya a ser que, demasiado a menudo, estemos como prevenidos, pensando que tal vez lo harán mal, y nos salga la crítica, el reproche..., casi antes de que haya materialmente tiempo para dar motivó.
        No dejemos pasar este día de gracia, sin elevar el corazón a Dios en favor de los que conviven con cada uno en casa, en el trabajo, en el descanso... Es con ellos precisamente con quienes en ocasiones tenemos diferencias. Nos ayudará a valorarlos, considerar que, de entrada, no hay razón para pensar que harán lo que les corresponde y nos afecta con poco interés o peor de lo que deben. Nuestro concepto positivo de los demás, alentado en la oración por ellos, nos llevará a tener en mucho y alegrarnos por tanto bien como recibimos de ellos; y a estimular o corregir, en su caso, con sentido optimista, lo que deba ser mejor en la conducta de otros. Es razonable que, al igual que nosotros, también ellos deban superar sus imperfecciones. Esos defectos, sin embargo, en ningún caso podrán justificar rencor por nuestra parte. Serán, más bien, ocasión de comprensión, oración y ayuda leal.
        Estamos contemplando al Señor, Niño recién nacido. Dentro de unos meses... sus primeras risas y, con el tiempo, los primeros pasos, las primeras palabras... Lo normal en cualquier niño. San Lucas nos dirá que Jesús crecía (...) delante de Dios y de los hombres. Como para que nos admiremos de hasta qué punto ha querido Dios hacerse como nosotros. Le veremos también ya crecido en Jerusalén, y junto a sus padres, y, en plena maduez humana, como Maestro del pueblo. Pero quiso mostrársenos antes –por la docilidad de los evangelistas– infante totalmente necesitado, sin lugar dónde nacer, acogiendo, a traves de su Madre y del Santo Patriarca, el cariño, el calor, los regalos, de unos pastores y de los Magos; de los que, como nosotros ahora, recibieron la noticia de su venida.
        Es necesario alegrarse y fomentar el deseo de volcarse en cariño con Jesús. Consideremos serenamente su secilla venida y su permanente presencia entre nosotros:
        Navidad. —Cantan: "venite, venite..." —Vayamos, que El ya ha nacido.
        Y, después de contemplar cómo María y José cuidan del Niño, me atrevo a sugerirte: mírale de nuevo, mírale sin descanso. Así se expresaba san Josemaría.
        Bastará con mirarle, porque el Espiritu Santo y su Madre, que es también la nuestra, nos sugerirán e impulsarán a amarle también con obras.


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