Amor a Dios y a los hombres
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Recordamos ahora el mayor acontecimiento jamás
sucedido en el mundo: Dios, que no es del mundo viene al mundo, se hace uno de
los nuestros. Hoy recordamos con toda la solemnidad posible, que no estamos
solos en esta vida, que Dios está con nosotros; que los afanes e inquietudes de
los hombres no son ya algo solamente humano, porque Dios se ha hecho hombre y
permanece en el mundo precisamente por esos afanes.
Resalta
enseguida ante nuestros ojos, como ante los de aquellos pastores de Belén, que
el Mesías, Dios encarnado, se confía a unas manos humanas, al calor y al
cuidado de unas criaturas: a su cariño, a su prudencia, a sus posibilidades...
Lo vemos, Niño de verdad, con la debilidad propia de los niños, necesitado de todo
como ellos, dejándose cuidar, alimentar, protejer: confiando. Dios confía en el
hombre.
Es Dios y
hombre perfecto. Porque es Dios que se nos entrega, que se pone al alcance de
nuestro cuidado, de nuestra protección, de nuestro amor como los demás hombres.
Su indigencia de niño reclama nuestro desvelo porque es indigencia humana de
Dios. Posiblemente nacieron otros niños en aquellos días en la comarca de
Belén. Sólo por Jesús, sin embargo, se movilizaron los pastores hasta el Portal
y los ángeles prorrumpieron en alabanzas a Dios. ¿Qué haremos tú y yo por ese
Dios que se nos ha hecho tan Niño? No queramos consentir que pueda sentirse
desfraudado de confiar en nosotros. Tendremos que mimarlo, querremos que sea el
centro exclusivo de nuestra atención, la razón de nuestra vida. Haremos lo que
sea preciso por no perderlo. Organizaremos las cosas para que cada día esté más
a gusto entre nosotros, en cada uno de nosotros.
Y si Él
confía..., ¿no confiaremos tú y yo? Es buena ocasión el día de Navidad para
preguntarnos, al contemplar a Jesús, quizá dormido en los brazos de su Madre,
si procuramos confiar así en las personas, particularmente en los que nos
quieren: en los que nos ayudan, en los que cuidan de nuestras cosas o nos
prestan algún servicio. No vaya a ser que, demasiado a menudo, estemos como
prevenidos, pensando que tal vez lo harán mal, y nos salga la crítica, el
reproche..., casi antes de que haya materialmente tiempo para dar motivó.
No dejemos
pasar este día de gracia, sin elevar el corazón a Dios en favor de los que
conviven con cada uno en casa, en el trabajo, en el descanso... Es con ellos
precisamente con quienes en ocasiones tenemos diferencias. Nos ayudará a
valorarlos, considerar que, de entrada, no hay razón para pensar que harán lo
que les corresponde y nos afecta con poco interés o peor de lo que deben.
Nuestro concepto positivo de los demás, alentado en la oración por ellos, nos
llevará a tener en mucho y alegrarnos por tanto bien como recibimos de ellos; y
a estimular o corregir, en su caso, con sentido optimista, lo que deba ser
mejor en la conducta de otros. Es razonable que, al igual que nosotros, también
ellos deban superar sus imperfecciones. Esos defectos, sin embargo, en ningún
caso podrán justificar rencor por nuestra parte. Serán, más bien, ocasión de
comprensión, oración y ayuda leal.
Estamos
contemplando al Señor, Niño recién nacido. Dentro de unos meses... sus primeras
risas y, con el tiempo, los primeros pasos, las primeras palabras... Lo normal
en cualquier niño. San Lucas nos dirá que Jesús crecía (...) delante de
Dios y de los hombres. Como para que nos admiremos de hasta qué
punto ha querido Dios hacerse como nosotros. Le veremos también ya crecido en
Jerusalén, y junto a sus padres, y, en plena maduez humana, como Maestro del
pueblo. Pero quiso mostrársenos antes –por la docilidad de los evangelistas–
infante totalmente necesitado, sin lugar dónde nacer, acogiendo, a traves de su
Madre y del Santo Patriarca, el cariño, el calor, los regalos, de unos pastores
y de los Magos; de los que, como nosotros ahora, recibieron la noticia de su
venida.
Es
necesario alegrarse y fomentar el deseo de volcarse en cariño con Jesús.
Consideremos serenamente su secilla venida y su permanente presencia entre
nosotros:
Navidad.
—Cantan: "venite, venite..." —Vayamos, que El ya ha nacido.
Y, después de contemplar cómo María y José cuidan del Niño, me atrevo a sugerirte: mírale de nuevo, mírale sin descanso. Así se expresaba san Josemaría.
Y, después de contemplar cómo María y José cuidan del Niño, me atrevo a sugerirte: mírale de nuevo, mírale sin descanso. Así se expresaba san Josemaría.
Bastará con
mirarle, porque el Espiritu Santo y su Madre, que es también la nuestra, nos
sugerirán e impulsarán a amarle también con obras.
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